La
mujer bailaba sobre la mesa, acariciaba la barra. El Flamingo era un
lugar elegante, detalladamente lujoso. Yo me perdía en la danza de
ella, en la piel sobre su piel y debajo de la piel. Nos sentamos
allí a esperar que nos atendieran. En la mesa de al lado una mujer
se quitaba las bragas sobre un hombre gordo. Mi jefe pidió una
garrafa de ron.
–Mucho
para una noche, dijo.
–Y
que nos traigan la sorpresita por favor, la mesera asintió
naturalmente mientras tomaba la orden. Aunque pregunté de qué se
trataba, Quevedo nunca me lo dijo. Me hizo esa señal con la mano
para que esperara y sonrió mostrando los dientes. Ella
bailaba, bajó a caminar hacia donde estábamos los tres. Nos
pusieron la botella en la mesa y esta mujer con piel sobre piel
debajo de la piel me hacía erizar. Puso sus senos en mi cara, sentí
su calor. La volví a mirar pero sus ojos estaban en otra parte.
Entonces la empujé. No le importó, subió sobre las piernas de mi
jefe, luego acariciaba la cara de Quevedo mientras ponía el trasero
en el rostro del jefe. Empezaba a salir humo de los cigarrillos y no
se en qué momento se abrieron las botellas. El primer trago me quemó
toda la garganta, largo y fuerte lo dejé caerse en mi estómago
mientras ella continuaba la danza. Se
quitó el sostén y ahora tenía su busto esparcido por la cara de
los tres. Yo que nunca había venido al sitio, me empecé a excitar,
tomé otro trago para bajar el instinto y otro al mismo tiempo. Se
subió de frente sobre Quevedo y le enseñaba su vagina que aún
tenía la piel sobre la piel. Una tanga de cuero que dejaba ver sus
nalgas moviéndose, cada músculo hacía un oleaje sobre el cuerpo
mientras se movía sobre la boca de Quevedo. No lo pude evitar y tomé
dos tragos largos nuevamente.
En
ese momento entró Sandra al sitio. No sé cómo, ni bajo qué
circunstancias supo que estábamos allí. Ella
buscaba rincón por rincón mientras yo me perdía con todos los
tragos que había tomado. Me levanté al baño a orinar y en la
puerta del baño una señorita comenzó a hablarme. No recuerdo qué
me dijo, sólo recuerdo que sobre la cabellera de ella logré ver a
mi esposa sentada al lado de Quevedo y del Jefe, mirando hacia donde
yo estaba, también recuerdo que no me importó.
-Señorita,
yo no tengo problemas con lo que ustedes hacen soy medio lesbiana
además. Dijo Sandra mientras alzaba el trago y se lo engullía de
inmediato. Miraba nuevamente hacia donde Gilberto.
-Y
usted Quevedo, cuénteme, díganme los dos, ¿vienen con frecuencia?
Preguntó ella con una rabia que le hacía sentirse segura de
atragantarse con otro trago de licor.
-Sí,
bueno, no, no tan a menudo…a mi me gusta hablar con ellas…son
mujeres muy solas y les ha tocado una vida difícil, respondió
Quevedo.
-El
jefe asintió y apresurado siguió la respuesta de Quevedo –sí, sí
hablar, pagamos por hablar y después nos vamos, realmente no hacemos
nada más.
Sandra
soltó carcajadas sin dejar de ver que al otro lado del sitio en un
pasillo oscuro que daba al baño Gilberto se besaba con una de las
mujeres del lugar. Nuevamente comenzó el baile en la barra y la
chica se acercó hacía la mesa de junto, llevaba con ella la botella
de ron.
Sandra
enmudeció y junto a Quevedo y el Jefe la miraron, cada movimiento
cada pirueta de la doncella era reparada detenidamente por los tres.
Se olvidaron de Gilberto, quien para entonces había desaparecido con
la dama del baño. La mujer que bailaba levantó la pierna y se quitó
la piel que la vestía, quedó enteramente desnuda frente a todos los
que estaban en la mesa. Quevedo llamó a una de las que estaban
disponibles, y a otras dos. Llegaron tres, cuando Sandra volvió la
vista sobre el corredor se dio cuenta de que su marido no estaba. Un
par de lágrimas asomaron, pero se las secó de inmediato y las
vertió hacia adentro con dos tragos seguidos de la Garrafa.
-Vamos
a pedir otra botella. Pero queremos que las tres bailen para
nosotros. Dijo Quevedo.
Cuando
trajeron la otra Botella, empezó el espectáculo. Sandra comenzó a
bailar y a arrojar la ropa sobre la mesa. Tomó a una de las chicas y
la sentó en la silla y sobre ella empezó a hacer los movimientos
que había aprendido mientras las veía bailar. Su cabello corto se
balanceaba sobre las manos de la chica que la miraba sorprendida y
fijamente, la chica rubia y con la piel aún puesta se estremecía
al ver a Sandra.
Alcancé
a verla sobre la mujer rubia, aún llevaba las gafas puestas y el
encaje de la ropa interior. Salí del pasillo y no me esperaba que
Sandra estuviera allí. Tal vez se había ido y arreglaría mañana.
Corrí sobre ella y la tapé con mi camisa.
–¿Qué
te pasa mujer?
–No
me vas a hacer esto delante de todo el mundo.
-¡Sólo
hablábamos! Respondió Sandra con la voz muy mareada y mirándome a
los ojos. Tomé un trago mientras la senté a mi lado y la apreté
fuerte. Quevedo y el Jefe se reían a carcajadas, a su lado había
dos morenas radiantes, sonrientes y semidesnudas. Me molestó su
risa, así que recogí la ropa de Sandra y la halé del brazo
mientras ella se despedía de su amiga acariciándole la cara.
–Te
entiendo, le decía Sandra a la mujer, quien estaba embelesada y
reconfortada en la mano de Sandra. Cuando salimos, la dejé en la
puerta mientras sacaba el carro del parqueadero. Al llegar a
buscarla, había una algarabía y no podía ver a mi esposa. Sandra
le había pegado un puño a un hombre que le tocó la nalga.
–no
ve que llevo gafas puestas, gritaba. Me bajé rápidamente y la metí
en el auto. Sandra cerró sus ojos, sentada en el puesto del
copiloto. Me confundió con una prostituta, decía. Iluminaban las
luces de las casas desde la carretera en aquella montaña, la ciudad
parecía el pesebre en nochebuena.
Angélica Hoyos Guzmán