Me encontré con este libro para
adolescentes del cual había aplazado la lectura. Me lo recomendó un tallerista
de narrativa en una de las pocas sesiones a las que he asistido, cuando solía
asistir a talleres y eventos literarios. Luego de un par de años lo encontré en
la Librería Nacional y de inmediato lo compré. Como había pensado, cuando
escuché hablar del niño que filosofa desde el ciruelo y abandona todo porque
nada es importante, la historia me atrapó desde el comienzo, Pierre Anthon se
ganó mi simpatía y volví a ser una niña de 14 años que escucha atentamente a la
narradora y me volví testigo silenciosa de todos los acontecimientos
sucedidos en Toering.
Cuando todo empezó a recolectarse en
búsqueda del significado para demostrarle a Pierre Anthon que sí había cosas
que importaban, esperé impaciente por cada letra, por cada nueva ocurrencia del
grupo de adolescentes, por ver la cara de Pierre cuando reconociera que sí
había significado. Esa pila se fue acumulando en mí como si los escombros de significados
también me tocaran. Al principio pensé que era aburrido, que la narradora me
iba a llevar sobre un montón de cosas triviales como unas “sandalias verdes” y
otros juguetes más, como si de verdad eso significara algo, no iba a funcionar
con Pierre Anthon, no funcionaba
conmigo.
Comencé a hacer mi propia lista a la
par que iba descubriendo las nuevas cosas que se apilaban, pero me ganó el
hecho de que los niños empezaran a apilar una mascota viva, el cadáver del
hermanito pequeño de Elise y pensé que yo me habría salido de todo ese asunto
si me tocara poner algo como eso, ¿de verdad lo habría hecho?. El lenguaje
inocente y sencillo en el que está narrada la historia no me haría sospechar de
las cosas espeluznantes que después se apilaron, desde el himen de Sofie hasta
la mutilación macabra, sin anestesia, del dedo de Jean Johan. Todo lo maticé yo
misma porque en el libro nunca encontré tales adjetivos como "espeluznante" o "macabro". La naturalidad de lo que pasó fue tal como la inocencia de los mismos
personajes que poco a poco se revelaba más lejana a la de los niños que conocí
al principio. Mi propia inocencia se me
desestructuró con el paso de cada página. Nada me hizo cuestionar si yo sería
una de esas adolescentes que participó en la muerte de Anthon, si yo sería capaz de golpear por defender inflexiblemente el fundamento de mis creencias,
mi religión, mi sexualidad, mis bienes materiales y mis afectos tal como
representaban las cosas apiladas en la carreta.
Asumí que este libro no
sólo era un libro para adolescentes sino una pieza que nos confronta hasta lo
más profundo de nuestro inconsciente, un reflejo simbólico de los significados
que construimos para estar seguros, tal vez seguros de “Nada”. Debo asumir también mi espanto por esa nada y
el alivio de volver al estatus quo de unas cenizas que vuelven a poner sentido
a la vida, las cenizas de esa pila quemada junto con Pierre Anthon, me siento
cómplice de lo que pasó en la serrería, cómplice de escurrirme de la “Nada”. La
posibilidad de cuestionarme frente a ello y la genialidad de la historia
contada con un lenguaje sencillo y natural ante hechos que son bastante crudos,
son los dos elementos que me gustaron de esta Novela y que me hacen recomendar
su lectura a todo interesado en el existencialismo, a cada ser que quiera
sacudirse de ideas establecidas y pensarse diferente, a todo aquel interesado en el juego lingüístico que
nos pone el mundo sobre los significados y sus significantes, sobre la multiplicidad
del sentido.
Angélica Hoyos Guzmán
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